miércoles, 12 de febrero de 2020

IV. Mansedumbre


1. Para los maestros de Dios el daño es algo imposible. No pueden infligirlo ni sufrirlo. El daño es el resultado de juzgar. Es el acto deshonesto que sigue a un pensamiento deshonesto. Es un veredicto de culpabilidad contra un hermano y, por ende, contra uno mismo. Representa el fin de la paz y la negación del aprendizaje. Demuestra la ausencia del programa de estudios de Dios y de su substitución por la demencia. Todo maestro de Dios tiene que aprender—y bastante pronto en su proceso de formación—que hacer daño borra completamente su función de su conciencia. Hacer daño lo confundirá, le hará sentir ira y temor, así como abrigar sospechas. Hará que le resulte imposible aprender las lecciones del Espíritu Santo. Tampoco podrá oír al Maestro de Dios, Quien solo puede ser oído por aquellos que se dan cuenta de que, de hecho, hacer daño no lleva a ninguna parte y de que nada provechoso puede proceder de ello. Los maestros de Dios, por lo tanto, son completamente mansos.

2. Necesitan la fuerza de la mansedumbre, pues gracias a ella la función de la salvación se vuelve fácil. Para los que hacen daño, llevar a cabo dicha función es imposible. Pero para quienes el daño no tiene sentido, la función de la salvación es sencillamente algo natural. ¿Qué otra elección sino ésta tiene sentido para el que está en su sano juicio? ¿Quién, de percibir un camino que conduce al Cielo, elegiría el infierno? ¿Y quién elegiría la debilidad que irremediablemente resulta de hacer daño, cuando puede elegir la fuerza de la mansedumbre que todo lo abarca infalible e ilimitada? El poder de los maestros de Dios radica en su mansedumbre, pues han entendido que sus pensamientos de maldad no emanaban del Hijo de Dios ni de su Creador. Por lo tanto, unieron sus pensamientos a Aquel que es su Fuente. Y así, su voluntad, que siempre fue la de Dios, quedó libre para ser lo que es.

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