1. Para los maestros de Dios el daño es algo imposible. No pueden
infligirlo ni sufrirlo. El daño es el resultado de juzgar. Es el acto
deshonesto que sigue a un pensamiento deshonesto. Es un veredicto de
culpabilidad contra un hermano y, por ende, contra uno mismo. Representa el fin
de la paz y la negación del aprendizaje. Demuestra la ausencia del programa de
estudios de Dios y de su substitución por la demencia. Todo maestro de Dios
tiene que aprender—y bastante pronto en su proceso de formación—que hacer daño
borra completamente su función de su conciencia. Hacer daño lo confundirá, le
hará sentir ira y temor, así como abrigar sospechas. Hará que le resulte
imposible aprender las lecciones del Espíritu Santo. Tampoco podrá oír al
Maestro de Dios, Quien solo puede ser oído por aquellos que se dan cuenta de
que, de hecho, hacer daño no lleva a ninguna parte y de que nada provechoso
puede proceder de ello. Los maestros de Dios, por lo tanto, son completamente
mansos.
2. Necesitan la fuerza de la mansedumbre, pues gracias a ella la
función de la salvación se vuelve fácil. Para los que hacen daño, llevar a cabo
dicha función es imposible. Pero para quienes el daño no tiene sentido, la
función de la salvación es sencillamente algo natural. ¿Qué otra elección sino
ésta tiene sentido para el que está en su sano juicio? ¿Quién, de percibir un
camino que conduce al Cielo, elegiría el infierno? ¿Y quién elegiría la debilidad
que irremediablemente resulta de hacer daño, cuando puede elegir la fuerza de
la mansedumbre que todo lo abarca infalible e ilimitada? El poder de los
maestros de Dios radica en su mansedumbre, pues han entendido que sus
pensamientos de maldad no emanaban del Hijo de Dios ni de su Creador. Por lo
tanto, unieron sus pensamientos a Aquel que es su Fuente. Y así, su voluntad,
que siempre fue la de Dios, quedó libre para ser lo que es.
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